sábado, 28 de noviembre de 2009

EN UN CAJÓN DEL ARMARIO







1º Premio en el 25º Concurso de Cuentos Gabriel Aresti del Ayuntamiento de Bilbao










Mi padre tenía un cinturón. Bueno, tenía unos cuantos más, pero había uno al que le tenía un cariño especial. Le gustaba porque al ser negro le quedaba bien con todo tipo de ropa ―tanto con la de vestir como cuando llevaba ropa informal— y porque tenía el ancho adecuado y una hebilla plateada y discreta. Mi padre pensaba que con ese cinturón le sentaban mejor los pantalones y que se los podía ajustar como quería: ni demasiado altos como los dictadores ni demasiado bajos como los maricones. Con los vaqueros no usaba cinturón porque, según decía, le resultaban más cómodos así.
El cinturón lo guardaba en el primer cajón del armario de su dormitorio, dentro de una caja de metal que antes había sido el continente de una corbata. Cuando yo llegaba a casa del colegio lo primero que hacía era mirar en su armario. En él guardaba toda su ropa emperchada y ordenada por colores. Lo que más había eran pantalones azules y camisas de cuadros. Tenía también un solo traje de chaqueta que nunca se ponía y estaba metido dentro de un plástico, y a mí me parecía que aquel traje en realidad estaba muerto, pero que mi padre no se atrevía nunca a llamar a la funeraria. Después de husmear en la ropa del armario, yo abría el primer cajón y destapaba la cajita metálica para comprobar si estaba dentro el cinturón. Algunas veces lo descubría allí y lo sacaba con mucho cuidado —como si tuviera miedo de despertarlo de su siesta— y lo manoseaba un poco, asustado y curioso a la vez. Aquel objeto me imponía mucho respeto, pero también temor: era como tener una culebra, nerviosa y a punto de morderte, entre los dedos. Otras veces, sin embargo, la caja estaba vacía y, al no encontrar el cinturón en el lugar acostumbrado, se me ponían los pelos de punta, salía corriendo de la habitación y me encerraba en mi cuarto a hacer los deberes.
Mi padre se levantaba temprano para ir a trabajar. Regentaba una tienda de conservas y salazones a unas cuatro manzanas de casa. Aunque quedaba muy cerca solía ir normalmente en coche, porque se llevaba la furgoneta blanca que usaba para entregar los pedidos en los restaurantes. Suministraba mercancía a pequeños establecimientos de la ciudad y acostumbraba a realizar él mismo el reparto al comienzo de cada jornada. También vendía al pormenor, decía que un comercio debía ser como una puta: nunca se puede abandonar del todo la calle. La mayoría de los clientes —o quizá debiera decir clientas, porque eran sobre todo clientas— eran gente del barrio: mujeres de edad avanzada, viudas, amas de casa con hijos y, de vez en cuando, algún que otro jubilado. Yo, algunos sábados —que también estaba abierto al público, pero solo por la mañana—, iba a echarle una mano.
A mí no me gustaban los salazones, además pensaba que eran malos para la salud y que de tanto comerlos se te hacía mucha barriga —no lo relacioné entonces con la ingesta de cerveza— como la que tenía mi padre o algunos obreros, compradores habituales de la tienda, que a menudo se pasaban por allí. Nunca tuve muy claro por qué venía toda esa gente. Los precios no eran baratos —y esto lo supe porque los mismos clientes confesaban que en el supermercado todo era más asequible— tampoco es que hubiese gran variedad de comestibles y algunos días, sobre todo a primeros de mes, era necesario guardar un poco de cola. Mi padre cuando oía algún comentario al respecto —acerca de lo caro que estaba todo en nuestro negocio— siempre repetía lo mismo: “Y la calidad, señora, no va usted a comparar la calidad de una cosa con la otra”. Y, al decirlo, extendía la palma de la mano abierta sobre la mojama como dando un pase de buen toreo. Luego se ajustaba el cinturón, colocaba las dos manos sobre la cintura y hacía el gesto de levantarse los pantalones.
Con el tiempo he estado meditando sobre ello —en lo de que la tienda estuviese siempre tan concurrida— y yo creo que, en realidad, los clientes venían para ver a papá, porque a él podían contarle todos sus problemas, dolencias y vicisitudes diarias que ninguna cajera de supermercado hubiera sido capaz de soportar. No solo eso, sino que además mi padre siempre les daba un consejo o les relataba alguna anécdota para poder sacar después la correspondiente moraleja. Cuando comenzaba alguna historia solía utilizar una frase más o menos similar: “A un primo mío le pasó lo mismo...” o “Yo tenía un amigo que tenía los mismos síntomas...”, y eso, no sé por qué, tranquilizaba a los clientes que soportaban más entretenidos la espera. Escucharle debía de ser como tomar un calmante sin receta que servía de alivio tanto para el cuerpo como para el alma, porque darnos cuenta de que no somos únicos, que antes alguien ha padecido los mismos males y sufrido los mismos dolores que nosotros, siempre resulta reconfortante.
Papá volvía bastante tarde de trabajar. Sobre todo, cada final de mes, cuando se quedaba hasta la madrugada repasando la contabilidad, haciendo números toda la noche y repitiendo, una y otra vez, las mismas sumas en la calculadora. A veces venía muy cansado, con los párpados azules, empapado en sudor y con un lápiz mordisqueado detrás de la oreja. Otras, llegaba cabizbajo y con cara de enfado; o balanceándose, apestando a alcohol y hecho una fiera. En estas últimas ocasiones lo primero que hacía era quitarse el cinturón. Lo tomaba de un extremo y, levantándolo, le hacía bailar una rítmica danza sobre su cabeza. Solo que en lugar de ser una cinta que se contornea alrededor del pequeño cuerpo de una esbelta gimnasta, aquel cinturón se convertía para mí en un rígido látigo y mi padre en un fornido domador de leones. Durante el descenso, el cinturón se estiraba hasta su máxima extensión y —no sé cómo— en su caída siempre acababa golpeándose contra mis glúteos. En ese momento sentía que se me encogía el alma y veía volar sobre mi cabeza miles de estrellitas. Ruidos y colores. Fuegos artificiales en el cielo de la cocina. Pero, pese a que aquellas luces brillantes y mis gritos desconsolados llamaban la atención a todo el vecindario, mi madre, en lugar de dirigir sus ojos hacia arriba para contemplarlas, bajaba la cabeza y miraba para otro lado. Mamá, ¿no me ves?, le decía por dentro. Estoy aquí, mira mis manos rojas. Aun recuerdo el sonido de mis dientes tintineantes, el olor a pipí en los pantalones y el picor. Se oían después murmullos en el patio, persianas que se levantan, ventanas que se cierran. Yo salía corriendo, con la cara llena de lágrimas, para esconderme en mi cuarto, aunque el mayor dolor estaba bajo la camisa: nunca bajo los pantalones. Cuando me pegaba, Papá parecía que liberaba de esta forma su ira y que aquello le relajaba y le quitaba la tensión. Inmediatamente después sentía la necesidad de entrar al baño y vaciar también su vejiga. Con descaro y sin ningún rubor se dejaba siempre la puerta abierta, lo que desataba la ira de mamá que se quejaba a menudo de su falta de decoro.
Algunas noches de verano papá y yo sacábamos las hamacas de playa a la terraza y charlábamos un rato. En realidad era un monólogo porque yo nunca decía nada, pero a mí me gustaba escucharle. Se quitaba la camiseta y se quedaba sólo con el bañador, y en esos momentos no parecía mi padre, era como otra persona, casi desnudo, sin cinturón. Primero me hablaba de la guerra, del odio y de las pesadillas; después del hambre, del miedo y de la censura. Recuerdo que un día, tumbados en las hamacas, me habló del cinturón del abuelo. El abuelo también tenía un cinturón que colocaba colgado de una percha detrás de la puerta del baño. Era marrón, con una hebilla grande y redonda color bronce. Mi padre me contó que, cuando era niño y entraba a ducharse, veía mecerse el cinturón sin detenerse nunca, a un lado y a otro de la puerta, como un reloj de péndulo adelantado marcando el tiempo de su infancia, y de un salto se metía corriendo en la bañera y cerraba las cortinas. Cuando iba a hacer pis, le daba miedo cerrar la puerta y ver el cinturón detrás, colgado de la percha, oscilando sin descanso: por eso se la dejaba siempre abierta. Esa misma noche soñé con el abuelo. Soñé que el padre de mi abuelo también tenía un cinturón y que aquel, sin que nadie se diese cuenta, una mañana de primavera lo robaba y se escapaba con él para arrojarlo después al río con todas sus fuerzas. Aquello fue como lanzar migas de pan en un parque de palomas, porque de repente surgieron del agua cientos de pirañas que devoraron el cinto. Pero solo fue un sueño. Al día siguiente mi madre hizo pescado para comer: yo no pude probarlo. Cuando abrió la cáscara de sal, vi aquella enorme dorada con la boca abierta en el centro de la mesa y me fijé en las cuencas de sus ojos, en la mandíbula desencajada y el brillo de las escamas plateadas, imaginé que aquel pez había muerto asfixiado porque se había tragado la hebilla.
Papá murió de un accidente de tráfico cuando volvía de trabajar. Estaba cansado, se despistó un momento y chocó contra una farola; según me explicó esa noche mamá. En el entierro oí que una señora decía que fue porque mi padre llevaba una copita de más —en los entierros no sé por qué a todo el mundo le da por hablar demasiado, sobre todo de lo que no deben— y que tarde o temprano eso se sabía que podía pasar porque, según había podido enterarse la mujer, mi padre era aficionado a la bebida. La miré fijamente a los ojos y quise llamarla mentirosa, quise decirle en voz alta que no era cierto, pero bajé la cabeza y no lo hice. Ella no conocía bien a mi padre. Yo sabía que mi padre era un buen hombre y que asistía a misa todos los domingos. Sin embargo, yo, que entonces tenía sólo diez años, concedí mayor credibilidad a la versión de la señora que a la de mi madre: ambas me parecieron igualmente válidas, pero la señora no tartamudeó y ni se tapó la boca —más bien la abrió demasiado— cuando lo contaba. Meses después de morir papá, mi madre puso en venta la tienda y con lo que sacó —que según creo fue bastante— montó una pastelería con una amiga suya aficionada a la repostería. De esa forma nuestra vida pasó del bacalao y el salmón, a los pasteles y la bollería. Hoy el negocio funciona bastante bien, tampoco es que vaya como para tirar cohetes, pero salimos adelante sin demasiados problemas.
El día que murió mi padre iba con unos tejanos y no llevaba puesto el cinturón (ni siquiera el de seguridad). Se quedó allí guardado para siempre, dentro de aquella cajita de metal. Yo tengo la costumbre —quizá forme parte de una herencia familiar— de colocar en el primer cajón del armario mis cinturones. Dormidos y enroscados como serpientes sin lengua. Al fondo, junto a la ropa interior y los calcetines y, puede que también, al lado de algunos fantasmas.

viernes, 13 de noviembre de 2009

LA BÚSQUEDA






Accésit en el Certamen Arte Joven Latina de Madrid

viernes, 30 de octubre de 2009

LO QUE NO SE BORRA






Finalista en el III Certamen de Relatos Breves El País Literario





Algunas cosas nunca se olvidan, como aquella mañana de junio que se me ha quedado metida en la cabeza. Ese día, después de sonar la sirena del colegio, como si fuera sordo, continué jugando con mis compañeros una partida de chapas. El recreo había terminado y todo el mundo comenzó a caminar despacio, sin demasiadas ganas, de vuelta a las clases. Volver al estudio después de los juegos es un castigo, sobre todo si después te toca matemáticas. Aunque oímos perfectamente el timbre, mis amigos y yo no hicimos ningún gesto de levantarnos y seguimos a lo nuestro. Quería terminar la partida, nos quedaba muy poco y yo iba ganando. Pegado al suelo como una lagartija, con la lengua fuera hacia un lado, junté los dedos índice y pulgar formando un círculo y me dispuse a dar el toque final, pero de repente un chaval pasó a toda leche por delante de nosotros y casi nos desmonta el chiringuito.
―¡Eh!, ¡Serrano va a apretarle un grano de la frente a Tonino! ―dijo mientras saltaba como una gacela por encima de mí.
Escuchar el nombre de Tonino fue el detonante para que todos nos pusiéramos a correr, confieso que yo el primero. Lo dejé todo tirado, me levanté de un brinco y a gran velocidad me fui detrás de los otros chicos. Con las prisas en la carrera provoqué que el ejército de chapas se esparciera por el suelo del patio ante la cara de sorpresa de mis amigos.
Tonino era sinónimo de guasa para toda la clase, especialmente para Serrano y sus amigotes que siempre se estaban metiendo con él. Tartaja, mafaldo, zoquete... eran algunos de los piropos con que le obsequiaban, regalos que alternaban con alguna que otra broma de dudoso gusto. Y solo porque se ponía algo nervioso cuando el profe le preguntaba en clase y tartamudeaba. La verdad es que a veces Serrano se pasaba un poco con eso, con lo de tener que buscarle algún defecto; me refiero. Estaba bastante obsesionado con él, el pobre siempre acababa siendo el blanco de todas las burlas.
Hay que reconocer que Tonino era todo un personaje, solo con verle ya te meabas de la risa. Tenía la cara redonda, inflada y coloradota, como si fuese un globo de chicle de fresa; el pelo negro lacio, menos sedoso que un estropajo, y llevaba unas gafitas negras de pasta, tan grandes y pesadas que a menudo se le resbalaban por la nariz. Además era un poco raro: apenas hablaba con nadie, se sentaba separado de los demás y en el recreo solía jugar solo. A mí a veces me daba un poco de penita, pero luego me partía el culo como los demás.
Cuando llegué al zaguán, nada más entrar en el edificio, vi un revoltijo de gente que se apiñaba en uno de los descansillos de la escalera. Desde lejos pude distinguir a Serrano y a Tonino que estaban de pie rodeados de un montón de peña. Enseguida me di cuenta que desde donde yo estaba iba a ser imposible ver algo, así que decidí ponerme a gatas y subir los escalones deslizándome por debajo de mis compañeros. Mientras me arrastraba entre cientos de entrepiernas afiné el oído y, a pesar de la algarabía que se había formado alrededor, pude ponerme al corriente de todo: Serrano le había ofrecido diez euros a Tonino para apretarle un grano de pus y éste había aceptado con la condición de que, además, no volviera a meterse con él nunca. Se acercaba el momento cumbre, cuando las manos de Serrano se aproximaron a la frente de Tonino y todos, boquiabiertos, lo mirábamos expectantes. Se hizo un silencio y entonces... ¡plas! El pus salió despedido y Tonino —no sé si por el dolor, por el calor porque ya apretaba el veranito o por el sofoco de verse rodeado de tanta gente— se cayó redondo al suelo desmayado. Allí quedó tumbado boca arriba, pálido como si fuera una momia, con los ojos abiertos mirando hacia el tragaluz. Cuando despertó se puso aún más nervioso, porque para entonces la señorita Clotilde —quien, mientras le gritaba, dejaba a la vista sin ningún rubor su horrorosa dentadura postiza— se había arrodillado frente a él y le daba bofetadas para intentar reanimarlo.
Serrano cumplió su promesa: pagó los diez euros a Tonino y nunca nadie volvió a insultarle ni a decirle nada. Sin embargo, el primer día de clase del curso siguiente, me fijé que Tonino se sentaba apartado de los demás como de costumbre. Aunque jugueteaba con el pelo, enredando un mechón de su flequillo entre los dedos, pude ver con claridad que tenía todavía aquella señal en la frente, como si aquel grano le hubiera dejado una cicatriz. Ese día me di cuenta de que hay marcas que nunca se borran, como algunos recuerdos nunca se olvidan.

domingo, 18 de octubre de 2009

viernes, 25 de septiembre de 2009

LA HABITACIÓN






"Seleccionado en el II Certamen Internacional Jirones de Azul"






Si estas cuatro paredes pudieran hablar, dirían que de mozuelo fui un joven muy bien parecido. Las niñas del pueblo venían a verme y se formaba alrededor de mi lecho cierta algarabía. Después corrían a contar a sus padres que me habían visto; ahora ya no me visita nadie. Si sobre los cristales empañados, con el agua del rocío aprendiera a escribir esta ventana, seguramente recitaría versos de poeta, quizá de Lorca o de Neruda, “una canción desesperada”. Siempre me ha gustado mucho leer y creo que he tenido cierto don para la literatura. Si acaso bajo este suelo, bajo las losas del pavimento hubiese otra habitación, una imagen espectral de mi dormitorio, probablemente sería una escuela. De niño soñaba con ser maestro, quizá de música o de lenguaje. Guardo muy buenos recuerdos del colegio. Cada estante de mi cuarto sería un pupitre; cada libro, un alumno. Si la lámpara blanca, impoluta y ovalada que cuelga del techo pudiera iluminar mi mente, tal vez podría hacerme entender que no estoy perdido, que no estoy muerto. Esa lámpara que de día resplandece como una luna, y de noche es mi único sol, pende de un hilo como toda nuestra existencia depende del azar, como todo el cuerpo cuelga de nuestro destino por una médula espinal.
Madre entra cada mañana a limpiar mi cuarto. Endereza los cuadros de las paredes, saca brillo a los cristales de las ventanas, quita el polvo de los estantes y deja reluciente el cristal de la lámpara de mi habitación. Con cuidado me levanta la cabeza, sacude dos o tres veces la almohada y desliza la mano con firmeza por las sábanas mientras bordea la cama. Después ordena los libros que hay sobre la mesita de noche, guarda la ropa limpia recién planchada en los armarios y pasa el plumero por el resto de mis cosas, los discos, mi guitarra y los coches de colección. Día tras día, todo sigue igual, como si nada hubiese cambiado. Cada mañana puntualmente a las nueve y media durante veinte años lo ha hecho exactamente de la misma forma, con la misma sonrisa, sin quejarse, como una rutina más. Es posible que cada día lo haga unos segundos más despacio, y por ello ahora tarda veinte minutos más que antaño. Su espalda no la deja ir más deprisa. Mientras realiza la tarea siempre me habla, aún me nombra con el diminutivo. Yo le contesto, le doy conversación. Ella se afana en la limpieza como si con ello pudiese borrar las huellas del pasado. Pero quitar el polvo no hará que los muebles parezcan nuevos ni que yo rejuvenezca. Mi madre trabaja y, al hacerlo, se cubre con el manto de la inocencia que yo perdí. Se ha acostumbrado, pero no resignado, nunca ha podido aceptarlo. No puede creer que su hijo, su único hijo, aquel que nació llorando y creció riendo mientras corría y jugaba en la plaza, aquel que de adolescente siempre llevaba una moza detrás de él, aquel que sería maestro en el pueblo, ya no existe, es como si estuviese muerto. Y recuerda cuando en la maternidad todas las enfermeras pasaban para ver al recién nacido, y las madres de otros niños, porque nunca hubo nada más hermoso en una cuna. Sale de la habitación y sigue hablando, para sí misma, porque en realidad sabe que ya no puedo oírla. A veces pienso que mi madre se siente aun más sola que yo.
Los fines de semana a menudo hace macarrones y lubina a la plancha. Siempre fue mi comida favorita, ahora ya no estoy tan seguro. Mamá me da de comer todos los días. Yo abro la boca, una boca que ya solo habla, nunca besa. Una boca reseca, sin alma, como una ventana quebrada que deja salir el aire con olor a lamento. Mi madre me coloca un trozo de sábana vieja a modo de babero y lo anuda a mi cuello, y con ese nudo sus brazos se quedan enlazados a mi cuerpo, y su vida unida a la mía para siempre. Y con cada cucharada que me alimenta ella se vacía, como si fuésemos conductos comunicados y el cubierto el condón umbilical.
Todos estos años he descubierto el mundo desde esta habitación. He aprendido a través de la lectura y de las charlas —cada vez menos frecuentes— con las visitas. He intuido el paso del tiempo observando cómo envejecían mis padres, cómo cambiaban las modas en sus ropas, viendo encanecerse sus cabellos. Mi único contacto con el mundo exterior es esta ventana. Por ella se filtra el ruido del tráfico, el sonido de campanas de la iglesia y los gritos de los escolares al salir del colegio. A través de ella imagino la vida más allá de esta cama, observando las figuras extrañas que forman las nubes, la imagen de las grúas, la construcción que transforma el paisaje. Mi pueblo también ha ido creciendo y se ha hecho ciudad, creciendo y envejeciendo. Algunas veces, en el alféizar se posa un jilguero que avisa que marzo está cerca. Me cuenta que llegan las flores, el polen y la primavera.
Pero hoy es diferente, mamá no ha entrado por la puerta esta mañana con el plumero y los trapos de limpieza. Ayer tarde, domingo, después de preparar mi comida favorita se sintió indispuesta. Ahora yace en la cama, en su habitación, como un reflejo de mí mismo, pared con pared, lecho contra lecho. ¡Maldita artrosis! Para sustituirla han contratado a una asistenta que es mucho más rápida, pero menos minuciosa que mamá. Tiene casi mi edad, sin embargo, la piel de mi rostro, oculto a los rayos del sol, se mantiene más tersa. Por el contrario, mis músculos no consiguen ganar la partida en mi declive, y me muestran un cuerpo atrofiado y deforme. Mi padre colabora en lo que puede o más bien, en lo que madre le permite. Me ayuda a cambiarme el pijama cada semana y está pendiente de variarme cada tres horas la postura. Él siempre hace lo que madre le ordena. Actúa y calla. Nunca dice nada. Ni hace preguntas de para qué es esto o lo otro. Solo lo hace. Pero yo creo que papá ya está muy anciano. A menudo le oigo caminar arrastrando los pies con las zapatillas de ir por casa, vestido con la bata del silencio, como si fuese un alma perdida, errante en un espacio detenido. Sé también que nunca sería capaz de proporcionarme la ayuda que realmente necesito. Pego el oído derecho en el muro y puedo sentir a mamá que se queja, se retuerce y se inquieta por no verme. Escucho que le pregunta a mi padre si he desayunado bien. Ahora él ha de cuidar de los dos al mismo tiempo y por eso una vecina ha venido un par de horas a echarle una mano con la cocina. Todos piensan, sin embargo, que yo no siento dolor como mi madre. Pero mi sufrimiento es bien distinto: es un dolor irracional.
Oscurece y la casa se queda enmudecida. Y siento deseos de romper el silencio y comenzar a gritar. Aunque mi boca tiene hambre, pero no ganas. Estos labios que han relatado miles de veces la misma historia, que han aprendido a repetirla mecánicamente sin sentimiento alguno, siempre tienen hambre aunque mi estómago esté lleno, hambre de morir en paz. Son labios hambrientos de emociones nuevas, de tactos, de caricias, pero ahora ya solo son ventanas que se cierran, que no expresan nada. Mover la lengua ha dejado de ser para mí un derecho y se ha convertido en una obligación. Aún se mantiene intacta en mi memoria la última vez que esta boca estaba húmeda.
Era el mes de febrero, han pasado ya veinte años. Esa noche se había organizado una gran fiesta en la plaza mayor. Algunos sábados se organizaban quedadas y venían muchos jóvenes de los pueblos vecinos. Cada vez se hacía en una localidad distinta. Dejábamos la puerta de los coches abierta con la música a todo volumen y en el maletero montábamos una improvisada barra libre. Bebíamos cerveza, vozka y güiski. Yo siempre montaba algún numerito. Me gustaba hacer reír a la gente y llamar la atención de alguna manera. Esa noche me bañé en la fuente, sin camiseta y a medio vestir, a pesar del frío y del mal tiempo. Horas más tarde, de madrugada, acerqué con mi ciclomotor a un amigo a su casa, que estaba en las afueras, cuando se nos presentó la lluvia. Volvía de su urbanización y, de regreso a mi casa, decidí tomar un atajo que no conocía muy bien. Me ahorraba un buen trecho, pero la carretera estaba llena de barro. No dejaba de llover. El camino se hacía cada vez más oscuro, nunca vi noche más negra. Al llegar cerca de una curva tuve un mal presagio. De repente sentí unas ganas terribles de llorar. Se me empañaron los ojos, y fue en ese preciso instante cuando mi destino se cubrió de lágrimas para siempre. En un solo segundo, una a una, pasaron por mi cabeza, como estrellas fugaces, cada escena de mi corta vida. Después, el cielo dejaba caer sin cesar su llanto sobre mi motocicleta volcada en un lado del arcén, y yo yacía boca arriba bajo un árbol, después de salir despedido a más de quince metros. Desperté ya en el hospital, aunque puede que nunca lo haya hecho y aún siga soñando cada día ese mal recuerdo. Creo que esa noche crecí de repente. Olvidé la adolescencia abandonada bajo aquellas ramas, y solo quedó mi yo adulto. Solo a él se llevaron en aquella ambulancia. Algo de mí se quedó en aquel lugar, algo intangible, borroso, difuso, un espíritu que se reflejaba en el espejo de un retrovisor roto. Terminaron las carreras y las acrobacias en el parque, las noches de fiesta y el regresar a casa a altas horas dejando la plaza del pueblo repleta de botellas, latas y basura. Dije adiós a la universidad, a los viajes y a comprarme el deseado BMW azul con el que tantas veces soñaba. De pronto todo terminó, quizá el ciclo de mi vida aceleró, como yo en esa curva, y fue a mi vejez a la única que encerraron en esta cama, en estas cuatro paredes, cárcel para siempre. Por el contrario creo que desde ese día el reloj se detuvo para mi madre, como si su mente sufriera una parálisis del tiempo. Desde el momento en que los sanitarios me trajeron meses después de vuelta a casa, en la ambulancia, y me enterraron sobre esta cama, ella se quedó adherida a mi espalda inútil como si fuese un apéndice de mí o más bien yo un parásito de ella. Aún sigue creyendo que tengo diecisiete y que un día de estos voy a levantarme para ayudar a mi padre con el taller.
Hoy se posa de nuevo un jilguero en la ventana y le pido un único favor. Quiero que cante por mí. Que diga que fui un buen profesor, estimado por los alumnos y respetado por sus compañeros. Quiero que diga que aprendí a tocar muy bien la guitarra y que viajé por toda Europa dando conciertos. Quiero que diga que me casé y tuve dos hijos que fueron también a la universidad. Quiero que diga que fui yo. Que jure que me vio vivir.
Creo que esta noche es la última, no voy a lamentarme más. Cuando padre venga a recoger los restos de la cena le daré las gracias y las buenas noches por última vez. Y al apagar la luz de la lámpara impoluta, limpia como una vida que no fue vivida, esta vez no me echo atrás. Veré salir la luna detrás de los cristales, esa luna gris y lánguida de febrero, abriré mi ventana para que todos me oigan y enseñaré los dientes. No me juzguen. Para mí no existe otra opción. No me impidan decidir el final de la única propiedad que poseo. Esta vez lo hago de verdad, suelto el aire y me trago la lengua.