viernes, 30 de octubre de 2009

LO QUE NO SE BORRA






Finalista en el III Certamen de Relatos Breves El País Literario





Algunas cosas nunca se olvidan, como aquella mañana de junio que se me ha quedado metida en la cabeza. Ese día, después de sonar la sirena del colegio, como si fuera sordo, continué jugando con mis compañeros una partida de chapas. El recreo había terminado y todo el mundo comenzó a caminar despacio, sin demasiadas ganas, de vuelta a las clases. Volver al estudio después de los juegos es un castigo, sobre todo si después te toca matemáticas. Aunque oímos perfectamente el timbre, mis amigos y yo no hicimos ningún gesto de levantarnos y seguimos a lo nuestro. Quería terminar la partida, nos quedaba muy poco y yo iba ganando. Pegado al suelo como una lagartija, con la lengua fuera hacia un lado, junté los dedos índice y pulgar formando un círculo y me dispuse a dar el toque final, pero de repente un chaval pasó a toda leche por delante de nosotros y casi nos desmonta el chiringuito.
―¡Eh!, ¡Serrano va a apretarle un grano de la frente a Tonino! ―dijo mientras saltaba como una gacela por encima de mí.
Escuchar el nombre de Tonino fue el detonante para que todos nos pusiéramos a correr, confieso que yo el primero. Lo dejé todo tirado, me levanté de un brinco y a gran velocidad me fui detrás de los otros chicos. Con las prisas en la carrera provoqué que el ejército de chapas se esparciera por el suelo del patio ante la cara de sorpresa de mis amigos.
Tonino era sinónimo de guasa para toda la clase, especialmente para Serrano y sus amigotes que siempre se estaban metiendo con él. Tartaja, mafaldo, zoquete... eran algunos de los piropos con que le obsequiaban, regalos que alternaban con alguna que otra broma de dudoso gusto. Y solo porque se ponía algo nervioso cuando el profe le preguntaba en clase y tartamudeaba. La verdad es que a veces Serrano se pasaba un poco con eso, con lo de tener que buscarle algún defecto; me refiero. Estaba bastante obsesionado con él, el pobre siempre acababa siendo el blanco de todas las burlas.
Hay que reconocer que Tonino era todo un personaje, solo con verle ya te meabas de la risa. Tenía la cara redonda, inflada y coloradota, como si fuese un globo de chicle de fresa; el pelo negro lacio, menos sedoso que un estropajo, y llevaba unas gafitas negras de pasta, tan grandes y pesadas que a menudo se le resbalaban por la nariz. Además era un poco raro: apenas hablaba con nadie, se sentaba separado de los demás y en el recreo solía jugar solo. A mí a veces me daba un poco de penita, pero luego me partía el culo como los demás.
Cuando llegué al zaguán, nada más entrar en el edificio, vi un revoltijo de gente que se apiñaba en uno de los descansillos de la escalera. Desde lejos pude distinguir a Serrano y a Tonino que estaban de pie rodeados de un montón de peña. Enseguida me di cuenta que desde donde yo estaba iba a ser imposible ver algo, así que decidí ponerme a gatas y subir los escalones deslizándome por debajo de mis compañeros. Mientras me arrastraba entre cientos de entrepiernas afiné el oído y, a pesar de la algarabía que se había formado alrededor, pude ponerme al corriente de todo: Serrano le había ofrecido diez euros a Tonino para apretarle un grano de pus y éste había aceptado con la condición de que, además, no volviera a meterse con él nunca. Se acercaba el momento cumbre, cuando las manos de Serrano se aproximaron a la frente de Tonino y todos, boquiabiertos, lo mirábamos expectantes. Se hizo un silencio y entonces... ¡plas! El pus salió despedido y Tonino —no sé si por el dolor, por el calor porque ya apretaba el veranito o por el sofoco de verse rodeado de tanta gente— se cayó redondo al suelo desmayado. Allí quedó tumbado boca arriba, pálido como si fuera una momia, con los ojos abiertos mirando hacia el tragaluz. Cuando despertó se puso aún más nervioso, porque para entonces la señorita Clotilde —quien, mientras le gritaba, dejaba a la vista sin ningún rubor su horrorosa dentadura postiza— se había arrodillado frente a él y le daba bofetadas para intentar reanimarlo.
Serrano cumplió su promesa: pagó los diez euros a Tonino y nunca nadie volvió a insultarle ni a decirle nada. Sin embargo, el primer día de clase del curso siguiente, me fijé que Tonino se sentaba apartado de los demás como de costumbre. Aunque jugueteaba con el pelo, enredando un mechón de su flequillo entre los dedos, pude ver con claridad que tenía todavía aquella señal en la frente, como si aquel grano le hubiera dejado una cicatriz. Ese día me di cuenta de que hay marcas que nunca se borran, como algunos recuerdos nunca se olvidan.

No hay comentarios: