martes, 25 de diciembre de 2007

LA TIENDA DE DISFRACES



Finalista en el I Certamen de Relato Corto El Laurel




Bajo las escaleras corriendo. La tienda está situada en un sótano a dos kilómetros del centro de la ciudad, a apenas quince minutos a pie desde donde yo vivo. Es una especie de almacén muy grande, algo cutre, y con las paredes enmohecidas por la humedad. Nada más entrar se percibe el olor a cerrado y escucho un extraño murmullo, como si hubiera ratas conversando en las esquinas.
No esperaba que hubiera tanta gente a estas horas de la madrugada. Sólo estamos en mayo y aún quedan nueve meses para Carnaval. Dudo unos instantes, pero finalmente me pongo en la cola porque veo que despachan rápido.
Enseguida observo salir a un joven con un disfraz de abeja en la mano, pasa por delante de mí, abre la puerta y se marcha. A continuación atienden a una mujer de unos cincuenta años, pequeña, cabizbaja, envuelta en ropa que parece de hace dos décadas.
—Dígame.¿Qué necesita? —dice el dependiente muy amable.
—Dos cuernos, un rabo largo y una capa roja —le escucho decir en susurros—. Y si tienes tridentes, ponme uno también.
La mujer parece triste, cansada. Por su rostro deduzco que debió ser una persona muy bella, pero los años y las grasas parecen haber dejado huella en su cuerpo.
—Como mande la señora. Tengo de todo.
El vendedor es hombre muy simpático. Intenta quitar fuego —digo hierro— al asunto. Sacándolos de unos estantes situados bajo el mostrador, el dependiente introduce cada uno de los complementos en una bolsa publicitaria amarilla donde puede verse impresa la dirección del establecimiento. Se aplica en la tarea con tal celeridad, que lo hace casi al mismo tiempo que la mujer ha pronunciado las palabras. Debe ser un disfraz muy recurrente.
La clienta se marcha y le sigue un joven adolescente que parece tener prisa.
—¡Hola! Quiero un disfraz de bruja.
—Veamos, de bruja... —dice dubitativo el comerciante—. Tengo uno de la familia Monster que es una bata negra que viene con una peluca larga y blanca, y otro que de blusa y falda negras que lleva una careta de vieja con verrugas y un capirote.
—¡El del capirote! ¡El del capirote! Lo veo como más tradicional. Es para mi madre —aclara.
El muchacho recoge su disfraz y se marcha tan rápidamente que olvida sus libros de estudio sobre el mostrador.
La mujer que le sigue se acercar al mostrador y observo que inclina la cabeza hacia abajo. Quizá pretende ocultar unos cardenales en el cuello y el ojo hinchado que ya todos hemos visto.
—Dime guapa, ¿qué te hace falta?
—Buenas noches. ¿Tienes el de Hannibal Lecter? —dice apenas con un hilo de voz y sin levantar la mirada del suelo.
—Se ha agotado —le contesta el tendero—. He entregado uno esta mañana y dos esta noche. Puedo darte el de monstruo.
Ella asiente con la cabeza sin pronunciar ninguna palabra dando la conformidad a la elección. A continuación le toca a un hombre que lleva puesta una careta.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Verá, compré esta careta aquí hace tres meses. ¡Y mire cómo estoy!
—Bien, ¿qué es lo que le pasa? —pregunta extrañado el propietario.
—¿Acaso no lo ve? Me la puse para conseguir un puesto de trabajo y ya no me hace falta, pues resulta que ahora no me la puedo quitar.
—Eso es su problema —responde el dependiente arqueando los hombros.
—Pero la conseguí aquí. Usted me la dio —se queja.
—Porque usted vino y la pidió. Yo no le obligué a ponérsela.
—Lo siento, pero quiero hacer una reclamación. ¡Esto me parece indignante!
El dependiente, sin apenas inmutarse, como si no fuera la primera vez que se encuentra en una situación similar le entrega una hoja de color rosa.
—Rellénela con sus datos y colóquela en aquella estantería —dice señalando un rincón a su izquierda repleto de folios esparcidos por el suelo. ¡El siguiente por favor!
El cliente se retira muy enfadado no sin antes estrujar el papel y lanzarlo por encima de la cabeza del dueño. Le llega al turno a una niña de unos diez años de edad que, sin embargo, aparenta tener más de treinta.
—Hola cielo, ¿qué te pongo?
—Necesito un disfraz de ogro —responde la niña alto y claro.
—Vamos a ver...¿De ogro...? —el hombre busca entre los cientos de trajes que cuelgan de un infinito perchero situado a su espalda—. Tengo uno de Shrek. ¿Es para un niño?
—No, es para mi padre —dice con brillos en los ojos.
—Entiendo —dice el dependiente, y me doy cuenta de que de cambia la expresión y parece apesadumbrado—. Bueno, te puedo dar uno de trol.
—El de trol estará bien —responde la muchacha, asustada y comedida.
—Y dime, ¿qué espalda tiene tu padre?
La niña, rápidamente, como si se afirmara en ello con gran seguridad, sitúa sus manos temblorosas con la palmas paralelas acotando una distancia.
—Una cuarenta y seis —confirma el hombre metiendo el disfraz en la bolsa.
—¿Cuánto es? —pregunta la niña mientras mete la mano en el bolsillo de su falda.
—¡Oh, no querida! Aquí no se venden ni se alquilan los disfraces. Sólo se prestan. Lo único que tienes que decirme es el día en que vendrás a devolverlo.
—Pero eso aún no lo sé —responde ella.
—No te preocupes —la tranquiliza—. No hay ningún problema. Si estás aquí hoy, ya no te queda mucho. Confía en mí.
Llega mi turno, pero antes un hombre muy trajeado me interrumpe para preguntar.
—Disculpe. Es sólo para saber si le quedan disfraces de payaso. He preguntado ya en dos tiendas y nada.
—Ninguno. Se me acabaron ayer. En plena campaña electoral ya me dirás — dice el comerciante con los brazos abiertos y las palmas hacia arriba.
—Gracias y perdone —dice el ejecutivo.
—Dígame, qué desea —se dirige ahora a mí.
—Verá... exactamente no sé qué es lo que quiero. Es la primera vez que vengo.
—Tal vez pueda ayudarte. ¿Hombre o mujer?
—Hombre —le indico. Yo había pensado en un animal.
—De animal —repite y se gira hacia perchero—. Bien, tengo de oso, gusano, mofeta, cerdo, toro...
—No, verá, no es eso. Es mi prometido, vamos a casarnos —afirmo con rotundidad intentando encauzar la situación.
—¡Ah! Entiendo. ¿Qué tal de avestruz? —me sugiere.
—¿Avestruz? —me quedo mirándolo totalmente confundida.
—Sí, cuando menos te lo esperas echa a correr a gran velocidad y, si se asusta, mete la cabeza dentro de la tierra.
—¡De avestruz estará bien, no lo había pensado! —digo con una sonrisa quitándome un peso de encima—. Se lo devuelvo mañana.
—No tengas tanta prisa —me dice el dependiente.
—Estoy segura. Se lo voy a poner esta noche.
—Aún así puede que aún te haga falta algún tiempo más —parece un hombre sabio, que tiene experiencia en esto—. Toma, llévatelo y ya me contarás —dice mientras lo introduce en una bolsa.
Llego a casa cerca de las cinco de la madrugada. Él sigue durmiendo. Sigilosamente para no despertarle me acerco a los pies de la cama. Le destapo con sumo cuidado y, muy despacio, le coloco el pico, las plumas y las zapatillas de pezuñas. Después le cubro de nuevo con el edredón procurando hacer movimientos muy lentos y me acuesto a su lado.
Escondo la bolsa amarilla bajo la cama y leo sobre ella el eslogan del establecimiento. CARNIVAL: La vida es como un Carnaval.
Mañana es el día de mi pedida y hemos decidido ir a comer a casa de mis padres. Pongo el despertador a las nueve, no demasiado temprano, creo que será suficiente. Me acurruco junto a él, mucho más tranquila que la noche anterior, y le doy un último beso en la mejilla. Después, cierro los ojos con la certeza de que mañana, cuando me despierte, ya no estará nunca más a mi lado.

lunes, 24 de diciembre de 2007

PASEO NOCTURNO






Accésit XXXIII Certamen Literario para Jóvenes Escritores «José María Franco Delgado»










—Carlos, se hace tarde. Sal a pasear con Richi —dijo mi madre mientras abría la puerta de mi cuarto.
—¡Pero, mamá, que estoy estudiando! Por un día que no salga no va a pasar nada —le contesté desde mi escritorio.
—Va, venga. Así te despejas.
—Sí, claro, me despejo. ¡Estoy de exámenes!
—Vamos, date prisa que dentro de poco voy a poner la cena.
Y se marchó por el pasillo dejando la puerta de mi habitación abierta.
—¡Menudo fastidio! —escupí cuando mamá ya no podía oírme.
Me levanté muy enfadado lanzando con fuerza un lápiz contra los libros y de mala gana salí de mi cuarto en su busca. Dónde se habría metido esta vez. No estaba en el salón ni tampoco en la cocina, su estancia preferida.
—No lo encuentro mami, igual se ha ido solo —dije para hacerme el gracioso aun sabiendo que con ello no conseguiría evitar el paseo.
—Mira en el jardín —le oí que gritaba desde el comedor.
Me asomé por la ventana de la salita y, desde allí, pude ver a Richi escarbando en la tierra, entre las plantas. Refrescaba bastante aquella noche, así que cogí el abrigo y mi bufanda preferida —una superchula que tiene un dibujo de una serpiente— y la enrosqué alrededor de mi cuello como si fuese una pitón. Salí por la parte de atrás que da a un pequeño parterre. En cuanto abrí la verja —no fue necesario hacerle ningún gesto— él me vio y me siguió.
Giré primero hacia la derecha. Siempre hago el mismo recorrido, dos vueltas a la manzana y poco más: de noche me da mucha pereza salir por el frío. Pero, no sé por qué, ese día decidí ir a la plaza del Ayuntamiento. Está a menos de diez minutos de casa, a unas cuatro o cinco manzanas, y los dos andábamos a buen ritmo. A él le gusta ir delante, solo; yo, dos metros más atrás, de cuando en cuando, le voy echando un vistazo. Mientras paseamos, algunas veces se baja a la carretera y con un “psi” agudo le indico que se suba inmediatamente a la acera. Pero en más de una ocasión me he distraído y, al girar la cabeza, me lo he encontrado en mitad de la calle. Menos mal que de noche, a esas horas, no hay mucho tráfico y además vivimos en un barrio muy tranquilo. Yo solía pensar que tenía un ángel guardián, que por eso nunca le pasaba nada y siempre me quejaba de tener tan mala suerte. Una noche me despisté y se perdió. Horas después apareció en el jardín de unos vecinos, quienes llamaron enseguida a casa. Mis padres me echaron una buena bronca. Desde entonces llevo un poco más de cuidado, pero la verdad es que me hace bastante caso y no suele meterse en líos. No acostumbra a escaparse, porque le asustan los desconocidos y, aunque va a su bola, siempre acude cuando le llamo.
Recuerdo que aquella noche me fijé en Richi algo más que de costumbre. Caminaba a un lado y a otro, con la cabeza gacha, mientras olfateaba los jazmines que llenaban de olor las vallas de las urbanizaciones. Yo le seguía unos metros por detrás. Hay que ver que andares más raros que tiene, pensaba. Y ha engordado mucho últimamente. No me extraña, siempre está mascando chucherías, por eso mamá me obliga a pasearle a menudo. Tiene el pelo ya muy largo, le tengo que recordar a papá que lo lleve a la peluquería.
Cuando llegamos a la plaza, yo me senté en un banco a descansar y él se fue corriendo a la arena que estaba algo húmeda. Empezó a dar saltos como un loco y se puso todo perdido. Este es tonto, me dije. ¡Menudo bicho! Yo no conseguía sacar de mis pensamientos el examen de Ciencias y repasaba el temario en la cabeza. Vertebrados e invertebrados. Dentro de los vertebrados están: mamíferos, peces, aves, anfibios y ... No me lo digas, no me lo digas. ¡Reptiles! Se me encendió la famosa lucecita al ver a Richi tumbado boca arriba, arrastrándose por el césped y restregando su espalda contra la tierra. Desde luego era un caso. Nunca podía aburrirme con él, pero a la vez lo detestaba. Quería que le pasara algo, quería olvidarme de estar siempre pendiente y de tener que sacarlo a pasear. Yo tenía ya mi tiempo perfectamente organizado, mi pandilla de amigos, las clases de tenis, los partidos de futbito... Él era una carga. Me sabía mal pensar algo así, es de egoístas, lo sé. Pero creía que, en el fondo, era lo mejor para los cuatro. Para papá, para mamá, para él y para mí.
En la plaza había juegos para niños y Richi quiso columpiarse en un neumático que colgaba de las ramas de un árbol gigantesco. O al menos intentarlo, porque se ponía a correr hacia el lado contrario al que se desplazaba la rueda y cuando esta iba, él venía de vuelta y viceversa. La torpeza es una de sus cualidades. Esa y su capacidad para comer, algo fuera de lo normal. Lo devora todo con tantas ganas que parece un muerto de hambre, y cuando termina —qué vergüenza— relame hasta el plato. Mis primos y yo, solíamos llamarle Troglodita. Tras un gran esfuerzo, cuando por fin consiguió subirse en la rueda apenas se movía, su cuerpo no iba acompasado con el ritmo de las cuerdas. Poco a poco logró producir un ligero balanceo, pero de repente se echó hacia atrás, dio una voltereta de ciento ochenta grados y cayó de bruces contra la hierba. Ni me levanté. Este tiene la cabeza muy dura —me dije— no se parte la crisma ni queriendo. Luego se incorporó como pudo, y empezó a dar pequeños saltitos y a llamar mi atención para que fuera.
—Lo siento Richi, hoy no he traído la pelota. Juega con otra cosa —le grité mostrando las palmas de mis manos vacías.
Recuerdo que de niños jugábamos muchas veces juntos y hacíamos mogollón de trastadas. Un verano se encaprichó con el periquito que una vecina tenía en su balcón y no paró hasta que logró alcanzar la jaula. De noche, a escondidas, cuando nadie excepto yo le veía, se metió por el hueco de la valla, se subió a un macetero y la soltó dando un brinco. Al caer al suelo, se abrió la puerta de la jaula y el pájaro se liberó inesperadamente. Lo cierto es que todos lo agradecimos, pues el dichoso animalito no nos dejaba dormir por las noches. Bonito sí era, pero los ruiditos que hacía eran un latazo. Así que nadie de mi familia dijo nada sobre lo ocurrido, ni siquiera fuimos a pedir disculpas.
A menudo nos peleábamos por ver quién corría más deprisa y alcanzaba antes nuestros juguetes preferidos. Me lo llevaba a la playa, a la montaña... A Richi le encantaba jugar cerca de la orilla, no se estaba quieto ni un momento. Sin embargo, nunca conseguí que se dejara enterrar en la arena. Cuando hacía buen tiempo nos bañábamos juntos en el porche en una piscina de plástico, una de esas hinchables, regalo de papá por mi cumpleaños. Dentro del agua él se tumbaba boca arriba, y yo le acariciaba la barriguita y le cepillaba el pelo. Se ponía muy contento. Claro que, era bastante trasto y, al final, acababa metiendo la pata. Eso sí, no sé cómo, pero siempre conseguía hacerme reír a carcajadas. Otra de las cosas que nos encantaba hacer era dar un paseo en el coche con mi padre antes de acostarnos. Dar vueltas y vueltas a la manzana, y sacar la cabeza por la ventanilla para que nos diera el aire en la cara sin importarnos que todo el vecindario nos mirara.
Sí, los veranos en la urbanización sí que eran guais. Creo que, porque durante las vacaciones, todo el mundo está de buen humor. Por eso, con el buen tiempo, los vecinos se reúnen algunos domingos en la pinada para hacer barbacoas. Me acuerdo de un día que a Richi se le fue la olla y armó una buena con una bandeja de chuletas. Desde entonces me da mucha vergüenza ir con él. Richi todavía acompaña a mis padres, pero yo siempre digo que he quedado o que tengo que ponerme a estudiar. Todo esto lo guardo en mi memoria con mucho cariño. Los buenos momentos que hemos pasado juntos los dos, aprendiendo cosas nuevas al mismo tiempo. Pero ahora es distinto, no sé. En parte porque hemos ido creciendo y no sabría decir desde cuándo —quizá cuando yo aprendí a apañármelas solo— pero, cada vez que pasaba alguna cosa, mis padres, sin preguntar quién había sido, me echaban a mí la bronca. Si algo se rompía, siempre tenía que ser yo el culpable. Para colmo hay que decir Richi, cuando se enfada, tiene muy malas pulgas. Es un poco arisco y cuando se irrita no hay quien lo haga callar. ¡Hay días que dan ganas de ponerle un bozal! Y es que resulta que, ahora que he crecido, mis padres quieren que yo también me haga un poco responsable de él —aunque solo soy un año mayor— y eso no me gusta. “Es más pequeño que tú, Carlos. Debes cuidar de él”; me replicaba a menudo mi madre. ¡Pues vaya rollo!, pensaba yo. Tenía que estar siempre pendiente de lo que hacía, y ya estaba harto. Tanta ilusión que tenía de niño por tener un hermano y ya ves. ¡Había que fastidiarse! Para eso prefería ser hijo único, además así no tenía que compartir las cosas con nadie. ¡Y encima eso! A veces deseaba que tuviera un accidente. Puede parecer injusto desde fuera, pero en mi situación muchos hubieran pensado como yo. Estoy seguro, aunque no lo dirán nunca.
Mis compañeros de clase no lo entendían cuando se lo explicaba. Siempre me decían que era mejor poder divertirse con alguien, jugar el uno con el otro, planear cosas juntos y después llevarlas a cabo entre los dos. Sí, claro. Vosotros no tenéis un hermano subnormal como yo, les respondía. Mi madre me daba una bofetada cada vez que oía esa palabra, pero así lo pensaba. Por qué había que ocultar la verdad. ¿Cómo prefería que le llamara? ¿Retrasado?
No es que creyera que fuera mala gente, al pobre le ha tocado, pero tampoco era culpa mía. Había que ser realista, decía yo. Qué futuro va a tener él, me preguntaba. Y qué pasará cuando nuestros padres mueran. ¿No creerán que va a vivir conmigo? Seguramente yo querré seguir estudiando, iré a la universidad y luego conseguiré un trabajo. Me imagino que también me echaré novia y que en el futuro me casaré y tendré hijos, como todo el mundo. Tendré que ocuparme de mi propia familia: no podré hacerme cargo de él.
Perdido en aquellos pensamientos no me había dado cuenta de que Richi estaba en el centro de la plaza y me hacía señas. A saber qué me querrá decir ahora; pensé. Parecía tener miedo de acercarse. Algo habrá hecho, seguro, y teme que le regañe y le tire de la oreja que siempre le da mucha rabia. ¡Cómo se ha puesto, todo lleno de barro! Mamá me castigará si se le estropea el chaquetón, pensé. Allí plantado, sin moverse ni un paso adelante ni hacia atrás, empezó a agitar los brazos de una forma muy extraña. Levantaba las cejas y parecía que los ojos se le iban a salir hacia fuera. Colocaba las palmas de las manos paralelas al suelo y hacía pequeños movimientos de arriba a abajo. Igual son señales de humo, me dije. ¡Ah, no, claro! ¡Lo de las banderas!, golpeé mi frente con la mano. De repente caí en la cuenta de lo que significaba. Eran esas señales que se hacen con banderas, el lenguaje de comunicación entre los barcos. Lo vio un día en un reportaje y quiso aprenderse los símbolos del código de navegación. Papá le enseñó la señal de auxilio y alguna otra cosa. Sí, exacto, eso era lo que estaba diciendo. S.O.S.
—¡Muy bien Richi, sí!. S.O.S. Lo has hecho muy bien —le grité sin moverme del banco—. ¡Venga, volvamos a casa ya!
Iba a levantarme cuando, de repente, sentí una mano sobre mi hombro izquierdo. Me giré y vi a dos chavales con muy muy malas pintas que estaban detrás de mí. Diría que eran más o menos de mi edad, aunque me sacaban tres palmos cada uno. Bueno, quizá sólo dos, pero con las botas macarras me parecieron todavía más altos. Vestían con chaquetas de cuero y pantalones vaqueros, que uno de ellos sujetaba con unas cadenas alrededor de la cintura como si fuese la correa de un perro. Debajo se veían unas camisetas negras muy amplias. Recuerdo sobre todo una que tenía estampada una calavera. Sus melenas eran largas, rozando los hombros, y parecían no haber tocado el agua en varias semanas. Yo me quedé petrificado. No sabía si salir corriendo o gritar.
—¿Qué pasa, guapo, qué haces por aquí? ¿Paseando a tu hermanito? —dijo uno moreno, quien parecía el líder, mientras se metía el dedo en la nariz quizá para recolocarse el piercing.
Rodearon el banco, uno por cada lado, sin dejar de mirarme, y se plantaron delante mí. Yo seguí sentado. No tenía fuerzas para moverme y tampoco encontraba el valor para enfrentarme a ellos ni siquiera con la palabra. Metí los dedos entre las tablas del banco de madera y me agarré con fuerza, como si de alguna manera intentase evitar salir huyendo.
—Míralo cómo está de acojonao —dijo el moreno que seguía todavía hurgándose—. Seguro que se está meando encima.
—Sí, es un gallina —dijo el otro, de melena rubia, dando la razón al que parecía su dueño.
—¿Qué queréis? No llevo dinero —saqué hacia fuera el forro de los bolsillos de mi pantalón—. Pe...pe... pero puedo traeros lo que queráis, si me dejáis ir a casa.
—Ya tenemos dinero —dijo el que parecía el jefe.
—Sí, ya tenemos dinero —repitió el rubio sonriendo.
—Sólo queremos jugar contigo. Divertirnos un poco —se chuleaba el de melena oscura con retintín.
—Sí eso, divertirnos —asintió el otro imitando a su amigo.
Nada más pronunciar estas palabras, uno de ellos sacó del bolsillo una navaja automática, la abrió y la deslizó suavemente desde mi barbilla hasta el cuello. Al llegar a mi pecho se detuvo. Yo estaba temblando. Escuché el castañear de mis dientes, sentí mi respiración entrecortada y casi se cumple eso de que me lo estaba haciendo encima.
En ese momento se oyó un golpe muy fuerte contra el suelo. El sonido pareció vibrar en los postes de las farolas. Al principio no pude ver bien de qué se trataba. Pensé que algún vecino lo había visto todo desde un balcón y salía en mi ayuda. ¡OH, gracias a Dios! Estoy salvado, me dije. Los dos tíos se giraron de pronto y, al ver lo que sucedía, yo abrí la boca de par en par y casi me muero del susto. No me lo podía creer: era Richi. Con los ojos como platos y una mirada que nunca le había visto antes, abrió las piernas en mitad de la plaza mientras sujetaba una enorme rama de árbol como si fuese una espada.
—¡Fuera! —gritó muy enérgico.
Me asusté. En aquel instante me sentí culpable de haber tenido malos pensamientos, arrepintiéndome al ver que podían hacerse realidad. Richi sal de aquí pitando, quise decir. Pero me quedé mudo. De todas formas me dio la sensación de que no iba a hacerme caso. Richi empezó entonces a mover la rama con gran maestría, igual que un samurai. Como si la rama fuera de cartón cuando aquello debía pesar un quintal. Los tíos se olvidaron por completo de mí y fueron a por él. Richi mantuvo la calma y, con la mirada fría, levantó la rama con las dos manos y la dejó caer como la maza de un juez sobre el hombro de uno de ellos. Después la trajo otra vez hacia su cuerpo, se echó hacia atrás y a continuación avanzó hacia adelante contra el estómago del otro. ¡Fue una pasada! Parecía un karateca. Estaba rabioso, fuera de sí. Más incluso que cuando se cabreó aquel día que le cogí sus lápices de colores. Más aún que aquella ocasión en la que se quedó encerrado en unos servicios públicos y se puso tan nervioso que tiró la puerta abajo a base de patadas. No sé de dónde sacaba las fuerzas, pero seguía moviendo la rama, estaba vez de un lado a otro, de izquierda a derecha, paralela al suelo, hasta que le dio en el costado a uno de los macarras que se le acercaba para atacarle. Después se le abalanzó el otro y Richi le sacudió esta vez a la altura de las rodillas. Se escuchó un sonido seco, como si golpearan una pelota con un bate de béisbol. Yo no me movía, muerto de miedo por un lado, impresionado por otro. Al mismo tiempo que le veía luchar, oí que decía unas palabras muy extrañas que me costó bastante entenderle.
—¡Esmihermano, dejaamihermano!
Y juro que estas palabras me llegaron muy adentro. No sé cómo ni en cuánto tiempo, pero en eso vi que los dos tíos estaban en el suelo retorciéndose y delante de ellos, Richi, con el flequillo cayéndole por la frente, descansaba la rama sobre su hombro como si fuese la sota de bastos. En aquel momento me sentí como un mierda, como un estúpido, entre emocionado y triste, y dejaba resbalar el agua de una lágrima por mi mejilla. Unos segundos después pude reaccionar al fin. Me levanté, tomé a Richi de la mano, que soltó de golpe el tronco, y echamos a correr.
—¡Corre, corre, Richi! ¡Lo más rápido que puedas!
Salimos a la carrera a toda pastilla y, tras recorrer unas dos manzanas, volví la vista atrás para ver si nos seguían. Pude verles a los dos que estaban aún en el suelo, en medio de la plaza, haciendo esfuerzos por incorporarse. Al girar en la siguiente esquina, disminuimos un poco el paso, sintiéndonos ya más seguros porque habíamos recorrido bastante distancia. Le acaricié la cabeza a Richi, aparté el mechón de pelo de su cara y dije, para tranquilizarnos a los dos, que ya había pasado todo.
—Mejor no contamos nada de esto a los papis, ¿vale? Para qué vamos a asustarles.
Richi respiraba con dificultad, tenía la lengua fuera y jadeaba. Yo iba pegado a su espalda, a pocos centímetros, porque del esfuerzo vi que estaba exhausto y que se tambaleaba un poco. Abrí entonces mi brazo y lo coloqué sobre su hombro para evitar que se cayese, pero Richi no me dejaba e insistía en que le soltara.
—Quiero ir solo, déjame solo.
Yo también estaba acelerado y cansado —no sé si del susto con los macarras o por la carrera— y noté que desde la frente me resbalaban chorretones de sudor. Me faltaba el aliento. Tenía medio corazón entre los dientes y el otro medio roto en mil pedazos. Sentí ganas de abrazarle y estrujarlo contra mí, de darle las gracias, pero no sé por qué no lo hice.
— ¿Cómo ha molado eso del tronco, eh, Richi?
No dijo nada. Me pegué aún más a él, ligeramente a un lado, como un fiel guardaespaldas. En la última manzana, cerca ya de casa, observé que por detrás le colgaba el cinturón del anorak. Sin que se diese cuenta, lo cogí con una mano, lo enrollé dándole varias vueltas alrededor de los dedos y lo apreté con todas mis fuerzas. Para que no se escapara.