martes, 25 de diciembre de 2007

LA TIENDA DE DISFRACES



Finalista en el I Certamen de Relato Corto El Laurel




Bajo las escaleras corriendo. La tienda está situada en un sótano a dos kilómetros del centro de la ciudad, a apenas quince minutos a pie desde donde yo vivo. Es una especie de almacén muy grande, algo cutre, y con las paredes enmohecidas por la humedad. Nada más entrar se percibe el olor a cerrado y escucho un extraño murmullo, como si hubiera ratas conversando en las esquinas.
No esperaba que hubiera tanta gente a estas horas de la madrugada. Sólo estamos en mayo y aún quedan nueve meses para Carnaval. Dudo unos instantes, pero finalmente me pongo en la cola porque veo que despachan rápido.
Enseguida observo salir a un joven con un disfraz de abeja en la mano, pasa por delante de mí, abre la puerta y se marcha. A continuación atienden a una mujer de unos cincuenta años, pequeña, cabizbaja, envuelta en ropa que parece de hace dos décadas.
—Dígame.¿Qué necesita? —dice el dependiente muy amable.
—Dos cuernos, un rabo largo y una capa roja —le escucho decir en susurros—. Y si tienes tridentes, ponme uno también.
La mujer parece triste, cansada. Por su rostro deduzco que debió ser una persona muy bella, pero los años y las grasas parecen haber dejado huella en su cuerpo.
—Como mande la señora. Tengo de todo.
El vendedor es hombre muy simpático. Intenta quitar fuego —digo hierro— al asunto. Sacándolos de unos estantes situados bajo el mostrador, el dependiente introduce cada uno de los complementos en una bolsa publicitaria amarilla donde puede verse impresa la dirección del establecimiento. Se aplica en la tarea con tal celeridad, que lo hace casi al mismo tiempo que la mujer ha pronunciado las palabras. Debe ser un disfraz muy recurrente.
La clienta se marcha y le sigue un joven adolescente que parece tener prisa.
—¡Hola! Quiero un disfraz de bruja.
—Veamos, de bruja... —dice dubitativo el comerciante—. Tengo uno de la familia Monster que es una bata negra que viene con una peluca larga y blanca, y otro que de blusa y falda negras que lleva una careta de vieja con verrugas y un capirote.
—¡El del capirote! ¡El del capirote! Lo veo como más tradicional. Es para mi madre —aclara.
El muchacho recoge su disfraz y se marcha tan rápidamente que olvida sus libros de estudio sobre el mostrador.
La mujer que le sigue se acercar al mostrador y observo que inclina la cabeza hacia abajo. Quizá pretende ocultar unos cardenales en el cuello y el ojo hinchado que ya todos hemos visto.
—Dime guapa, ¿qué te hace falta?
—Buenas noches. ¿Tienes el de Hannibal Lecter? —dice apenas con un hilo de voz y sin levantar la mirada del suelo.
—Se ha agotado —le contesta el tendero—. He entregado uno esta mañana y dos esta noche. Puedo darte el de monstruo.
Ella asiente con la cabeza sin pronunciar ninguna palabra dando la conformidad a la elección. A continuación le toca a un hombre que lleva puesta una careta.
—¿En qué puedo ayudarle?
—Verá, compré esta careta aquí hace tres meses. ¡Y mire cómo estoy!
—Bien, ¿qué es lo que le pasa? —pregunta extrañado el propietario.
—¿Acaso no lo ve? Me la puse para conseguir un puesto de trabajo y ya no me hace falta, pues resulta que ahora no me la puedo quitar.
—Eso es su problema —responde el dependiente arqueando los hombros.
—Pero la conseguí aquí. Usted me la dio —se queja.
—Porque usted vino y la pidió. Yo no le obligué a ponérsela.
—Lo siento, pero quiero hacer una reclamación. ¡Esto me parece indignante!
El dependiente, sin apenas inmutarse, como si no fuera la primera vez que se encuentra en una situación similar le entrega una hoja de color rosa.
—Rellénela con sus datos y colóquela en aquella estantería —dice señalando un rincón a su izquierda repleto de folios esparcidos por el suelo. ¡El siguiente por favor!
El cliente se retira muy enfadado no sin antes estrujar el papel y lanzarlo por encima de la cabeza del dueño. Le llega al turno a una niña de unos diez años de edad que, sin embargo, aparenta tener más de treinta.
—Hola cielo, ¿qué te pongo?
—Necesito un disfraz de ogro —responde la niña alto y claro.
—Vamos a ver...¿De ogro...? —el hombre busca entre los cientos de trajes que cuelgan de un infinito perchero situado a su espalda—. Tengo uno de Shrek. ¿Es para un niño?
—No, es para mi padre —dice con brillos en los ojos.
—Entiendo —dice el dependiente, y me doy cuenta de que de cambia la expresión y parece apesadumbrado—. Bueno, te puedo dar uno de trol.
—El de trol estará bien —responde la muchacha, asustada y comedida.
—Y dime, ¿qué espalda tiene tu padre?
La niña, rápidamente, como si se afirmara en ello con gran seguridad, sitúa sus manos temblorosas con la palmas paralelas acotando una distancia.
—Una cuarenta y seis —confirma el hombre metiendo el disfraz en la bolsa.
—¿Cuánto es? —pregunta la niña mientras mete la mano en el bolsillo de su falda.
—¡Oh, no querida! Aquí no se venden ni se alquilan los disfraces. Sólo se prestan. Lo único que tienes que decirme es el día en que vendrás a devolverlo.
—Pero eso aún no lo sé —responde ella.
—No te preocupes —la tranquiliza—. No hay ningún problema. Si estás aquí hoy, ya no te queda mucho. Confía en mí.
Llega mi turno, pero antes un hombre muy trajeado me interrumpe para preguntar.
—Disculpe. Es sólo para saber si le quedan disfraces de payaso. He preguntado ya en dos tiendas y nada.
—Ninguno. Se me acabaron ayer. En plena campaña electoral ya me dirás — dice el comerciante con los brazos abiertos y las palmas hacia arriba.
—Gracias y perdone —dice el ejecutivo.
—Dígame, qué desea —se dirige ahora a mí.
—Verá... exactamente no sé qué es lo que quiero. Es la primera vez que vengo.
—Tal vez pueda ayudarte. ¿Hombre o mujer?
—Hombre —le indico. Yo había pensado en un animal.
—De animal —repite y se gira hacia perchero—. Bien, tengo de oso, gusano, mofeta, cerdo, toro...
—No, verá, no es eso. Es mi prometido, vamos a casarnos —afirmo con rotundidad intentando encauzar la situación.
—¡Ah! Entiendo. ¿Qué tal de avestruz? —me sugiere.
—¿Avestruz? —me quedo mirándolo totalmente confundida.
—Sí, cuando menos te lo esperas echa a correr a gran velocidad y, si se asusta, mete la cabeza dentro de la tierra.
—¡De avestruz estará bien, no lo había pensado! —digo con una sonrisa quitándome un peso de encima—. Se lo devuelvo mañana.
—No tengas tanta prisa —me dice el dependiente.
—Estoy segura. Se lo voy a poner esta noche.
—Aún así puede que aún te haga falta algún tiempo más —parece un hombre sabio, que tiene experiencia en esto—. Toma, llévatelo y ya me contarás —dice mientras lo introduce en una bolsa.
Llego a casa cerca de las cinco de la madrugada. Él sigue durmiendo. Sigilosamente para no despertarle me acerco a los pies de la cama. Le destapo con sumo cuidado y, muy despacio, le coloco el pico, las plumas y las zapatillas de pezuñas. Después le cubro de nuevo con el edredón procurando hacer movimientos muy lentos y me acuesto a su lado.
Escondo la bolsa amarilla bajo la cama y leo sobre ella el eslogan del establecimiento. CARNIVAL: La vida es como un Carnaval.
Mañana es el día de mi pedida y hemos decidido ir a comer a casa de mis padres. Pongo el despertador a las nueve, no demasiado temprano, creo que será suficiente. Me acurruco junto a él, mucho más tranquila que la noche anterior, y le doy un último beso en la mejilla. Después, cierro los ojos con la certeza de que mañana, cuando me despierte, ya no estará nunca más a mi lado.

2 comentarios:

. dijo...

Gracias por leerme. Un abrazo.

Anónimo dijo...

Realmente maravilloso. Me has sorprendido. Te leeré más.