viernes, 25 de septiembre de 2009

LA HABITACIÓN






"Seleccionado en el II Certamen Internacional Jirones de Azul"






Si estas cuatro paredes pudieran hablar, dirían que de mozuelo fui un joven muy bien parecido. Las niñas del pueblo venían a verme y se formaba alrededor de mi lecho cierta algarabía. Después corrían a contar a sus padres que me habían visto; ahora ya no me visita nadie. Si sobre los cristales empañados, con el agua del rocío aprendiera a escribir esta ventana, seguramente recitaría versos de poeta, quizá de Lorca o de Neruda, “una canción desesperada”. Siempre me ha gustado mucho leer y creo que he tenido cierto don para la literatura. Si acaso bajo este suelo, bajo las losas del pavimento hubiese otra habitación, una imagen espectral de mi dormitorio, probablemente sería una escuela. De niño soñaba con ser maestro, quizá de música o de lenguaje. Guardo muy buenos recuerdos del colegio. Cada estante de mi cuarto sería un pupitre; cada libro, un alumno. Si la lámpara blanca, impoluta y ovalada que cuelga del techo pudiera iluminar mi mente, tal vez podría hacerme entender que no estoy perdido, que no estoy muerto. Esa lámpara que de día resplandece como una luna, y de noche es mi único sol, pende de un hilo como toda nuestra existencia depende del azar, como todo el cuerpo cuelga de nuestro destino por una médula espinal.
Madre entra cada mañana a limpiar mi cuarto. Endereza los cuadros de las paredes, saca brillo a los cristales de las ventanas, quita el polvo de los estantes y deja reluciente el cristal de la lámpara de mi habitación. Con cuidado me levanta la cabeza, sacude dos o tres veces la almohada y desliza la mano con firmeza por las sábanas mientras bordea la cama. Después ordena los libros que hay sobre la mesita de noche, guarda la ropa limpia recién planchada en los armarios y pasa el plumero por el resto de mis cosas, los discos, mi guitarra y los coches de colección. Día tras día, todo sigue igual, como si nada hubiese cambiado. Cada mañana puntualmente a las nueve y media durante veinte años lo ha hecho exactamente de la misma forma, con la misma sonrisa, sin quejarse, como una rutina más. Es posible que cada día lo haga unos segundos más despacio, y por ello ahora tarda veinte minutos más que antaño. Su espalda no la deja ir más deprisa. Mientras realiza la tarea siempre me habla, aún me nombra con el diminutivo. Yo le contesto, le doy conversación. Ella se afana en la limpieza como si con ello pudiese borrar las huellas del pasado. Pero quitar el polvo no hará que los muebles parezcan nuevos ni que yo rejuvenezca. Mi madre trabaja y, al hacerlo, se cubre con el manto de la inocencia que yo perdí. Se ha acostumbrado, pero no resignado, nunca ha podido aceptarlo. No puede creer que su hijo, su único hijo, aquel que nació llorando y creció riendo mientras corría y jugaba en la plaza, aquel que de adolescente siempre llevaba una moza detrás de él, aquel que sería maestro en el pueblo, ya no existe, es como si estuviese muerto. Y recuerda cuando en la maternidad todas las enfermeras pasaban para ver al recién nacido, y las madres de otros niños, porque nunca hubo nada más hermoso en una cuna. Sale de la habitación y sigue hablando, para sí misma, porque en realidad sabe que ya no puedo oírla. A veces pienso que mi madre se siente aun más sola que yo.
Los fines de semana a menudo hace macarrones y lubina a la plancha. Siempre fue mi comida favorita, ahora ya no estoy tan seguro. Mamá me da de comer todos los días. Yo abro la boca, una boca que ya solo habla, nunca besa. Una boca reseca, sin alma, como una ventana quebrada que deja salir el aire con olor a lamento. Mi madre me coloca un trozo de sábana vieja a modo de babero y lo anuda a mi cuello, y con ese nudo sus brazos se quedan enlazados a mi cuerpo, y su vida unida a la mía para siempre. Y con cada cucharada que me alimenta ella se vacía, como si fuésemos conductos comunicados y el cubierto el condón umbilical.
Todos estos años he descubierto el mundo desde esta habitación. He aprendido a través de la lectura y de las charlas —cada vez menos frecuentes— con las visitas. He intuido el paso del tiempo observando cómo envejecían mis padres, cómo cambiaban las modas en sus ropas, viendo encanecerse sus cabellos. Mi único contacto con el mundo exterior es esta ventana. Por ella se filtra el ruido del tráfico, el sonido de campanas de la iglesia y los gritos de los escolares al salir del colegio. A través de ella imagino la vida más allá de esta cama, observando las figuras extrañas que forman las nubes, la imagen de las grúas, la construcción que transforma el paisaje. Mi pueblo también ha ido creciendo y se ha hecho ciudad, creciendo y envejeciendo. Algunas veces, en el alféizar se posa un jilguero que avisa que marzo está cerca. Me cuenta que llegan las flores, el polen y la primavera.
Pero hoy es diferente, mamá no ha entrado por la puerta esta mañana con el plumero y los trapos de limpieza. Ayer tarde, domingo, después de preparar mi comida favorita se sintió indispuesta. Ahora yace en la cama, en su habitación, como un reflejo de mí mismo, pared con pared, lecho contra lecho. ¡Maldita artrosis! Para sustituirla han contratado a una asistenta que es mucho más rápida, pero menos minuciosa que mamá. Tiene casi mi edad, sin embargo, la piel de mi rostro, oculto a los rayos del sol, se mantiene más tersa. Por el contrario, mis músculos no consiguen ganar la partida en mi declive, y me muestran un cuerpo atrofiado y deforme. Mi padre colabora en lo que puede o más bien, en lo que madre le permite. Me ayuda a cambiarme el pijama cada semana y está pendiente de variarme cada tres horas la postura. Él siempre hace lo que madre le ordena. Actúa y calla. Nunca dice nada. Ni hace preguntas de para qué es esto o lo otro. Solo lo hace. Pero yo creo que papá ya está muy anciano. A menudo le oigo caminar arrastrando los pies con las zapatillas de ir por casa, vestido con la bata del silencio, como si fuese un alma perdida, errante en un espacio detenido. Sé también que nunca sería capaz de proporcionarme la ayuda que realmente necesito. Pego el oído derecho en el muro y puedo sentir a mamá que se queja, se retuerce y se inquieta por no verme. Escucho que le pregunta a mi padre si he desayunado bien. Ahora él ha de cuidar de los dos al mismo tiempo y por eso una vecina ha venido un par de horas a echarle una mano con la cocina. Todos piensan, sin embargo, que yo no siento dolor como mi madre. Pero mi sufrimiento es bien distinto: es un dolor irracional.
Oscurece y la casa se queda enmudecida. Y siento deseos de romper el silencio y comenzar a gritar. Aunque mi boca tiene hambre, pero no ganas. Estos labios que han relatado miles de veces la misma historia, que han aprendido a repetirla mecánicamente sin sentimiento alguno, siempre tienen hambre aunque mi estómago esté lleno, hambre de morir en paz. Son labios hambrientos de emociones nuevas, de tactos, de caricias, pero ahora ya solo son ventanas que se cierran, que no expresan nada. Mover la lengua ha dejado de ser para mí un derecho y se ha convertido en una obligación. Aún se mantiene intacta en mi memoria la última vez que esta boca estaba húmeda.
Era el mes de febrero, han pasado ya veinte años. Esa noche se había organizado una gran fiesta en la plaza mayor. Algunos sábados se organizaban quedadas y venían muchos jóvenes de los pueblos vecinos. Cada vez se hacía en una localidad distinta. Dejábamos la puerta de los coches abierta con la música a todo volumen y en el maletero montábamos una improvisada barra libre. Bebíamos cerveza, vozka y güiski. Yo siempre montaba algún numerito. Me gustaba hacer reír a la gente y llamar la atención de alguna manera. Esa noche me bañé en la fuente, sin camiseta y a medio vestir, a pesar del frío y del mal tiempo. Horas más tarde, de madrugada, acerqué con mi ciclomotor a un amigo a su casa, que estaba en las afueras, cuando se nos presentó la lluvia. Volvía de su urbanización y, de regreso a mi casa, decidí tomar un atajo que no conocía muy bien. Me ahorraba un buen trecho, pero la carretera estaba llena de barro. No dejaba de llover. El camino se hacía cada vez más oscuro, nunca vi noche más negra. Al llegar cerca de una curva tuve un mal presagio. De repente sentí unas ganas terribles de llorar. Se me empañaron los ojos, y fue en ese preciso instante cuando mi destino se cubrió de lágrimas para siempre. En un solo segundo, una a una, pasaron por mi cabeza, como estrellas fugaces, cada escena de mi corta vida. Después, el cielo dejaba caer sin cesar su llanto sobre mi motocicleta volcada en un lado del arcén, y yo yacía boca arriba bajo un árbol, después de salir despedido a más de quince metros. Desperté ya en el hospital, aunque puede que nunca lo haya hecho y aún siga soñando cada día ese mal recuerdo. Creo que esa noche crecí de repente. Olvidé la adolescencia abandonada bajo aquellas ramas, y solo quedó mi yo adulto. Solo a él se llevaron en aquella ambulancia. Algo de mí se quedó en aquel lugar, algo intangible, borroso, difuso, un espíritu que se reflejaba en el espejo de un retrovisor roto. Terminaron las carreras y las acrobacias en el parque, las noches de fiesta y el regresar a casa a altas horas dejando la plaza del pueblo repleta de botellas, latas y basura. Dije adiós a la universidad, a los viajes y a comprarme el deseado BMW azul con el que tantas veces soñaba. De pronto todo terminó, quizá el ciclo de mi vida aceleró, como yo en esa curva, y fue a mi vejez a la única que encerraron en esta cama, en estas cuatro paredes, cárcel para siempre. Por el contrario creo que desde ese día el reloj se detuvo para mi madre, como si su mente sufriera una parálisis del tiempo. Desde el momento en que los sanitarios me trajeron meses después de vuelta a casa, en la ambulancia, y me enterraron sobre esta cama, ella se quedó adherida a mi espalda inútil como si fuese un apéndice de mí o más bien yo un parásito de ella. Aún sigue creyendo que tengo diecisiete y que un día de estos voy a levantarme para ayudar a mi padre con el taller.
Hoy se posa de nuevo un jilguero en la ventana y le pido un único favor. Quiero que cante por mí. Que diga que fui un buen profesor, estimado por los alumnos y respetado por sus compañeros. Quiero que diga que aprendí a tocar muy bien la guitarra y que viajé por toda Europa dando conciertos. Quiero que diga que me casé y tuve dos hijos que fueron también a la universidad. Quiero que diga que fui yo. Que jure que me vio vivir.
Creo que esta noche es la última, no voy a lamentarme más. Cuando padre venga a recoger los restos de la cena le daré las gracias y las buenas noches por última vez. Y al apagar la luz de la lámpara impoluta, limpia como una vida que no fue vivida, esta vez no me echo atrás. Veré salir la luna detrás de los cristales, esa luna gris y lánguida de febrero, abriré mi ventana para que todos me oigan y enseñaré los dientes. No me juzguen. Para mí no existe otra opción. No me impidan decidir el final de la única propiedad que poseo. Esta vez lo hago de verdad, suelto el aire y me trago la lengua.

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