sábado, 28 de noviembre de 2009

EN UN CAJÓN DEL ARMARIO







1º Premio en el 25º Concurso de Cuentos Gabriel Aresti del Ayuntamiento de Bilbao










Mi padre tenía un cinturón. Bueno, tenía unos cuantos más, pero había uno al que le tenía un cariño especial. Le gustaba porque al ser negro le quedaba bien con todo tipo de ropa ―tanto con la de vestir como cuando llevaba ropa informal— y porque tenía el ancho adecuado y una hebilla plateada y discreta. Mi padre pensaba que con ese cinturón le sentaban mejor los pantalones y que se los podía ajustar como quería: ni demasiado altos como los dictadores ni demasiado bajos como los maricones. Con los vaqueros no usaba cinturón porque, según decía, le resultaban más cómodos así.
El cinturón lo guardaba en el primer cajón del armario de su dormitorio, dentro de una caja de metal que antes había sido el continente de una corbata. Cuando yo llegaba a casa del colegio lo primero que hacía era mirar en su armario. En él guardaba toda su ropa emperchada y ordenada por colores. Lo que más había eran pantalones azules y camisas de cuadros. Tenía también un solo traje de chaqueta que nunca se ponía y estaba metido dentro de un plástico, y a mí me parecía que aquel traje en realidad estaba muerto, pero que mi padre no se atrevía nunca a llamar a la funeraria. Después de husmear en la ropa del armario, yo abría el primer cajón y destapaba la cajita metálica para comprobar si estaba dentro el cinturón. Algunas veces lo descubría allí y lo sacaba con mucho cuidado —como si tuviera miedo de despertarlo de su siesta— y lo manoseaba un poco, asustado y curioso a la vez. Aquel objeto me imponía mucho respeto, pero también temor: era como tener una culebra, nerviosa y a punto de morderte, entre los dedos. Otras veces, sin embargo, la caja estaba vacía y, al no encontrar el cinturón en el lugar acostumbrado, se me ponían los pelos de punta, salía corriendo de la habitación y me encerraba en mi cuarto a hacer los deberes.
Mi padre se levantaba temprano para ir a trabajar. Regentaba una tienda de conservas y salazones a unas cuatro manzanas de casa. Aunque quedaba muy cerca solía ir normalmente en coche, porque se llevaba la furgoneta blanca que usaba para entregar los pedidos en los restaurantes. Suministraba mercancía a pequeños establecimientos de la ciudad y acostumbraba a realizar él mismo el reparto al comienzo de cada jornada. También vendía al pormenor, decía que un comercio debía ser como una puta: nunca se puede abandonar del todo la calle. La mayoría de los clientes —o quizá debiera decir clientas, porque eran sobre todo clientas— eran gente del barrio: mujeres de edad avanzada, viudas, amas de casa con hijos y, de vez en cuando, algún que otro jubilado. Yo, algunos sábados —que también estaba abierto al público, pero solo por la mañana—, iba a echarle una mano.
A mí no me gustaban los salazones, además pensaba que eran malos para la salud y que de tanto comerlos se te hacía mucha barriga —no lo relacioné entonces con la ingesta de cerveza— como la que tenía mi padre o algunos obreros, compradores habituales de la tienda, que a menudo se pasaban por allí. Nunca tuve muy claro por qué venía toda esa gente. Los precios no eran baratos —y esto lo supe porque los mismos clientes confesaban que en el supermercado todo era más asequible— tampoco es que hubiese gran variedad de comestibles y algunos días, sobre todo a primeros de mes, era necesario guardar un poco de cola. Mi padre cuando oía algún comentario al respecto —acerca de lo caro que estaba todo en nuestro negocio— siempre repetía lo mismo: “Y la calidad, señora, no va usted a comparar la calidad de una cosa con la otra”. Y, al decirlo, extendía la palma de la mano abierta sobre la mojama como dando un pase de buen toreo. Luego se ajustaba el cinturón, colocaba las dos manos sobre la cintura y hacía el gesto de levantarse los pantalones.
Con el tiempo he estado meditando sobre ello —en lo de que la tienda estuviese siempre tan concurrida— y yo creo que, en realidad, los clientes venían para ver a papá, porque a él podían contarle todos sus problemas, dolencias y vicisitudes diarias que ninguna cajera de supermercado hubiera sido capaz de soportar. No solo eso, sino que además mi padre siempre les daba un consejo o les relataba alguna anécdota para poder sacar después la correspondiente moraleja. Cuando comenzaba alguna historia solía utilizar una frase más o menos similar: “A un primo mío le pasó lo mismo...” o “Yo tenía un amigo que tenía los mismos síntomas...”, y eso, no sé por qué, tranquilizaba a los clientes que soportaban más entretenidos la espera. Escucharle debía de ser como tomar un calmante sin receta que servía de alivio tanto para el cuerpo como para el alma, porque darnos cuenta de que no somos únicos, que antes alguien ha padecido los mismos males y sufrido los mismos dolores que nosotros, siempre resulta reconfortante.
Papá volvía bastante tarde de trabajar. Sobre todo, cada final de mes, cuando se quedaba hasta la madrugada repasando la contabilidad, haciendo números toda la noche y repitiendo, una y otra vez, las mismas sumas en la calculadora. A veces venía muy cansado, con los párpados azules, empapado en sudor y con un lápiz mordisqueado detrás de la oreja. Otras, llegaba cabizbajo y con cara de enfado; o balanceándose, apestando a alcohol y hecho una fiera. En estas últimas ocasiones lo primero que hacía era quitarse el cinturón. Lo tomaba de un extremo y, levantándolo, le hacía bailar una rítmica danza sobre su cabeza. Solo que en lugar de ser una cinta que se contornea alrededor del pequeño cuerpo de una esbelta gimnasta, aquel cinturón se convertía para mí en un rígido látigo y mi padre en un fornido domador de leones. Durante el descenso, el cinturón se estiraba hasta su máxima extensión y —no sé cómo— en su caída siempre acababa golpeándose contra mis glúteos. En ese momento sentía que se me encogía el alma y veía volar sobre mi cabeza miles de estrellitas. Ruidos y colores. Fuegos artificiales en el cielo de la cocina. Pero, pese a que aquellas luces brillantes y mis gritos desconsolados llamaban la atención a todo el vecindario, mi madre, en lugar de dirigir sus ojos hacia arriba para contemplarlas, bajaba la cabeza y miraba para otro lado. Mamá, ¿no me ves?, le decía por dentro. Estoy aquí, mira mis manos rojas. Aun recuerdo el sonido de mis dientes tintineantes, el olor a pipí en los pantalones y el picor. Se oían después murmullos en el patio, persianas que se levantan, ventanas que se cierran. Yo salía corriendo, con la cara llena de lágrimas, para esconderme en mi cuarto, aunque el mayor dolor estaba bajo la camisa: nunca bajo los pantalones. Cuando me pegaba, Papá parecía que liberaba de esta forma su ira y que aquello le relajaba y le quitaba la tensión. Inmediatamente después sentía la necesidad de entrar al baño y vaciar también su vejiga. Con descaro y sin ningún rubor se dejaba siempre la puerta abierta, lo que desataba la ira de mamá que se quejaba a menudo de su falta de decoro.
Algunas noches de verano papá y yo sacábamos las hamacas de playa a la terraza y charlábamos un rato. En realidad era un monólogo porque yo nunca decía nada, pero a mí me gustaba escucharle. Se quitaba la camiseta y se quedaba sólo con el bañador, y en esos momentos no parecía mi padre, era como otra persona, casi desnudo, sin cinturón. Primero me hablaba de la guerra, del odio y de las pesadillas; después del hambre, del miedo y de la censura. Recuerdo que un día, tumbados en las hamacas, me habló del cinturón del abuelo. El abuelo también tenía un cinturón que colocaba colgado de una percha detrás de la puerta del baño. Era marrón, con una hebilla grande y redonda color bronce. Mi padre me contó que, cuando era niño y entraba a ducharse, veía mecerse el cinturón sin detenerse nunca, a un lado y a otro de la puerta, como un reloj de péndulo adelantado marcando el tiempo de su infancia, y de un salto se metía corriendo en la bañera y cerraba las cortinas. Cuando iba a hacer pis, le daba miedo cerrar la puerta y ver el cinturón detrás, colgado de la percha, oscilando sin descanso: por eso se la dejaba siempre abierta. Esa misma noche soñé con el abuelo. Soñé que el padre de mi abuelo también tenía un cinturón y que aquel, sin que nadie se diese cuenta, una mañana de primavera lo robaba y se escapaba con él para arrojarlo después al río con todas sus fuerzas. Aquello fue como lanzar migas de pan en un parque de palomas, porque de repente surgieron del agua cientos de pirañas que devoraron el cinto. Pero solo fue un sueño. Al día siguiente mi madre hizo pescado para comer: yo no pude probarlo. Cuando abrió la cáscara de sal, vi aquella enorme dorada con la boca abierta en el centro de la mesa y me fijé en las cuencas de sus ojos, en la mandíbula desencajada y el brillo de las escamas plateadas, imaginé que aquel pez había muerto asfixiado porque se había tragado la hebilla.
Papá murió de un accidente de tráfico cuando volvía de trabajar. Estaba cansado, se despistó un momento y chocó contra una farola; según me explicó esa noche mamá. En el entierro oí que una señora decía que fue porque mi padre llevaba una copita de más —en los entierros no sé por qué a todo el mundo le da por hablar demasiado, sobre todo de lo que no deben— y que tarde o temprano eso se sabía que podía pasar porque, según había podido enterarse la mujer, mi padre era aficionado a la bebida. La miré fijamente a los ojos y quise llamarla mentirosa, quise decirle en voz alta que no era cierto, pero bajé la cabeza y no lo hice. Ella no conocía bien a mi padre. Yo sabía que mi padre era un buen hombre y que asistía a misa todos los domingos. Sin embargo, yo, que entonces tenía sólo diez años, concedí mayor credibilidad a la versión de la señora que a la de mi madre: ambas me parecieron igualmente válidas, pero la señora no tartamudeó y ni se tapó la boca —más bien la abrió demasiado— cuando lo contaba. Meses después de morir papá, mi madre puso en venta la tienda y con lo que sacó —que según creo fue bastante— montó una pastelería con una amiga suya aficionada a la repostería. De esa forma nuestra vida pasó del bacalao y el salmón, a los pasteles y la bollería. Hoy el negocio funciona bastante bien, tampoco es que vaya como para tirar cohetes, pero salimos adelante sin demasiados problemas.
El día que murió mi padre iba con unos tejanos y no llevaba puesto el cinturón (ni siquiera el de seguridad). Se quedó allí guardado para siempre, dentro de aquella cajita de metal. Yo tengo la costumbre —quizá forme parte de una herencia familiar— de colocar en el primer cajón del armario mis cinturones. Dormidos y enroscados como serpientes sin lengua. Al fondo, junto a la ropa interior y los calcetines y, puede que también, al lado de algunos fantasmas.

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